Cuando Napoleón Bonaparte se enfrentó al ejército mameluco de Egipto, el 21 de julio de 1798, en la llamada Batalla de las Pirámides, quedó asombrado ante la extraordinaria caballería de la hueste egipcia. Lo impresionó la incomparable maestría de los jinetes musulmanes, pero sobre todo la belleza, valentía, velocidad y resistencia de sus esbeltas y elegantes monturas. Se trataba de caballos Árabes, criados con esmero desde hacía siglos en el País del Nilo.
Una vez vencidos los mamelucos, Napoleón planeó el traslado a Francia de la mayor cantidad posible de aquellos bravos corceles, escogiendo con cuidado aquellos ejemplares destinados a sus propias cuadras. A partir de ese momento, nunca dudó en decir que el caballo Árabe era, sin lugar a dudas, el mejor del mundo.
Entre los corceles que Bonaparte eligió, había un tordillo perfectamente proporcionado, un digno representante de su raza. El animal descendía de la legendaria yeguada del sultán Al Malik Al Nassir Muhammad ibn Qalawun, quien reinara en Egipto durante tres distintos periodos, entre 1293 y 1341, y quien sentía una verdadera pasión por la crianza de caballos Árabes. A lo largo de un total de 42 años que gobernó, el sultán importó magníficos corceles de distintas partes de Arabia (Hiyaz, Al Ahsa, Bahrain, Qatif) y de la lejana región que hoy ocupa Irak.
Aquella hermosa bestia que tanto impresionó a Bonaparte fue embarcada hacia Francia en agosto de 1799, y en octubre ya estaba perfectamente instalada en su caballeriza. Pocos meses después se convertiría en uno de los caballos más famosos de la historia.