La única continuidad en la vida cambiante de Agustín Calvo -que antes de aterrizar en el gigante asiático trabajó en Nueva Zelanda e Inglaterra- son los caballos. Como muchos argentinos Calvo se crió cerca del campo, en contacto con la naturaleza y los animales, y un día descubrió que esa experiencia podría volverse una profesión valorada en el mundo. Hoy viaja de continente en continente acompañando el desarrollo del polo, un deporte cada vez más popular entre las elites extranjeras y en el que los argentinos tienen algo que aportar.
Calvo, de 34 años, llegó en 2014 a China, invitado por un amigo argentino que ya estaba trabajando allá, en el Tianjin Goldin Metropolitan Polo Club. «En un momento éramos un equipo de 14 argentinos. Nos encargábamos de organizar la caballeriza y cada uno tenía 23 caballos a cargo, con ayudantes chinos», cuenta Calvo.
La comunicación con sus propios compañeros de trabajo chinos era, al principio, complicada. «Hablábamos un mezcla de inglés y chino, había muchas confusiones», dice. Según cuenta, el patrón del club es inglés, «conoce bien el polo argentino» y prefiere rodearse de gente que tenga algo de eso en la sangre. «Los chinos trabajan bien, pero lo toman como un algo normal; no tienen una pasión como la que tenemos nosotros», apunta.
Salvador Nero comparte su historia desde Sotogrande, España, donde acaba de terminar la temporada de polo en la que estuvo participando como petisero del equipo de los príncipes de Brunei, un estado asiático ubicado en la isla de Borneo, frente a Vietnam. Según cuenta, la princesa Azemah, jugadora del equipo e hija del sultán de Brunei, fue la figura absoluta.
Nero tiene 29 años y se crió en la localidad bonaerense de Trenque Lauquen. Si bien su familia no tiene campo, desde chico trabajó como petisero de dos primos suyos, que son jugadores de polo profesionales. «Hacíamos temporada en Estados Unidos, Inglaterra, España y después volvíamos a la Argentina a hacer la ‘temporada grande’ acá, de septiembre a diciembre», cuenta. Así es como funciona el polo de alto handicap: un patrón -un millonario- suele contratar jugadores para su equipo, que luego pueden jugar para otros equipos en otros países, donde las temporadas de competencia se van intercalando.
Nero estudió en Buenos Aires y se recibió de ingeniero agrónomo, pero el año pasado, junto a su novia abogada, decidió probar suerte en Australia. «Trabajamos de cualquier cosa hasta que en un momento nos quedamos sin laburo y decidí volver a lo que yo sé hacer: petisero. Conseguí un puesto en Australia y cuando se terminó la temporada allá me fui a Inglaterra y después a España», relata.
El ingeniero se mueve en el mundo del polo más profesional y recibe un salario promedio de US$2000 al mes, con comida, casa y auto incluidos. «No es el mejor sueldo, pero al ser en dólares haces la diferencia si ahorrás y te volves a la Argentina», dice Nero.
Si bien sí hay muchas mujeres inglesas, australianas y neozelandesas, las argentinas son una rareza en las caballerizas del mundo. Pero la bonaerense Carolina Vila, actualmente radicada en Windsor, Inglaterra, es la excepción. Y no solo eso: fue la petisera de cabecera del jugador dos veces campeón del Argentino Abierto de Polo Agustín Merlos.
Vila, de 34 años, nació en Las Flores y volvió a esa localidad luego de recibirse en Buenos Aires de organizadora de eventos. Trabajó cuatro años en una consignataria de hacienda y en 2010 le siguió los pasos a su hermano, que estaba trabajando como petisero en el club Black Bears de Henley, Inglaterra, y se le sumó como ayudante. Hoy, casi 10 años después, trabaja para un inglés que juega en el club Four Quarters.
«Los argentinos somos bastante respetados, conocidos por trabajar duro. Hay poca gente inglesa que trabaje de lunes a lunes como nosotros», apunta Vila, que comenzó la temporada el 9 de marzo pasado y desde entonces no ha tenido ni un solo día libre. «Pero esto me permite viajar, conocer. No lo padezco para nada», dice.
Vila tiene diez caballos a cargo, la mayoría de ellos de origen neozelandés. «Son caballos de carrera reentrenados para polo», cuenta. Está prácticamente el día completo en el club: a las 5.30 les da de comer, les hace «las camas» en los boxes, los cepilla, los saca a varear. Después de las 14 se repite la rutina. «Y paso también a la noche, tipo 21.30 a chequear que estén bien», agrega.
Ese hermano que inició a Carolina en el oficio es Diego Vila, al que los caballos también lo llevaron a destinos inesperados. El primer país de África en el que desembarcó fue en Nigeria, a través de un jugador profesional amigo que tenía un patrón de ese país. «Él le vendía caballos y yo iba seis semanas antes del torneo para acondicionarlos», señala.
Vila recuerda el contraste que le impactó del país. «La gente que juega al polo tiene mucha plata -son empresarios ligados al petróleo, príncipes-, pero después los sueldos de los petiseros son muy bajos. En el club de polo de Lagos, que está en el medio de la ciudad, hay mucha gente que vive adentro. Es como si fuesen las canchas de Palermo y la gente se metiera de noche a dormir ahí», relata Vila, y cuenta que incluso no podían entrenar a los caballos a partir de las tres de la tarde porque a esa hora la gente se ponía a jugar al fútbol en la cabecera de la cancha.
Para Vila el nivel del polo del continente africano fue mejorando en los últimos años, en la medida en que los patrones empezaron a invertir más y comprar mejores caballos. «Con todo ese proceso también empezamos a ir nosotros a pilotear y organizar. Porque en muchos casos mandaban caballos buenos, pero después con el manejo y la manera de cuidarlos que tenían no lograban buenos resultados. De hecho cuando yo empecé a ir llevaba hasta las herramientas para herrar los caballos, porque las que usaban estaban hechas de hierro de construcción», apuntó Vila. También hizo temporadas en Ghana, que si bien «es más organizado», tiene un mercado de polo más pequeño que Nigeria.
Últimamente Vila elige trabajar en Inglaterra y Australia. «Nigeria se puso bravo con el tema de Boko Haram y los ataques terroristas y en Ghana hubo un problema con los caballos por una enfermedad que se llama african horse sickness y también se suspendió el polo por un tiempo», cuenta.
Pero no son solo bonaerenses los argentinos que hicieron de su pasión por los caballos un oficio pagado en moneda extranjera. El patagónico Imanol Triana sabía que iba a terminar dedicándose a eso cuando, apenas aterrizado en Australia, pasó por el Hipódromo Royal Randwick y dijo: «Yo un día voy a trabajar acá». Triana se había recibido de chef en Buenos Aires, pero desde chico practicaba equitación en su Trelew natal y, si tenía que elegir, prefería los caballos a las ollas.
En septiembre del año pasado una búsqueda laboral que vio en Facebook le dio la oportunidad y dejó el restaurante en el que estaba empleado para sumarse al hipódromo como petisero, posición desde la que ascendió rápidamente. Hoy, a los 24 años, es foreman (encargado), tiene siete personas a su cargo y responsabilidad sobre 25 caballos de carrera, de un valor promedio de US$500.000.
Su jornada laboral empieza a las cuatro de la mañana, pero siempre llega por lo menos media hora antes «para empezar tranquilo». Tiene que tomar la temperatura de cada caballo, volcarla en una planilla, chequear que cada uno haya comido su ración correspondiente y comenzar con el entrenamiento: algunos caballos corren en la cinta, otros nadan en la pileta. Después siguen las botas de hielo, los masajes, los electrodos.
Triana vive en Bondi Beach, un barrio costero de la ciudad australiana donde está «repleto de latinos» y suena reggaeton en la calle. Tiene un buen salario (US$30 la hora), que le alcanza para cubrir sus gastos y ahorrar. Lo que no tiene es tiempo: su jornada es de lunes a lunes, apenas con un domingo libre cada dos semanas. Recién este mes pudo volver por primera vez de visita a la Argentina, para el cumpleaños de su madre. «Y la próxima van a tener que ir ellos -dice-; yo estoy súper bien allá».