Es muy probable que la mayoría de los visitantes del Centro Histórico de la Ciudad de México se hayan topado con el monumento ecuestre más hermoso de América, el famoso “Caballito”, realizado por quien fuera el director de Escultura de la Academia de San Carlos, Manuel Tolsá.
El monumento citado retrata al monarca español Carlos IV vistiendo el atuendo militar romano, montando un brioso caballo, el cual llevaba por nombre Tambor y fue prestado por marqués de Jaral de Berrio para la elaboración de la escultura.
El hijo de Carlos III lleva sobre su cabeza una corona compuesta de hojas de laurel, insignia que era otorgada a los gobernantes, senadores y emperadores romanos cuando lograban una gran hazaña militar o política. El gobernante en su mano derecha lleva un pergamino, mientras que la izquierda sostiene las riendas del corcel.
Para elaborar la gigantesca escultura se necesitaron 27,615 toneladas de diversos metales, aunque su peso es de 6 toneladas, midiendo de alto 4.88 m. En opinión del Barón Humboldt, quien estuvo en la develación del bronce, el monumento a Carlos IV era solamente inferior a la escultura ecuestre de Marco Aurelio de Roma.
Otorgándole la razón a Humboldt, el monumento ecuestre de Carlos IV es uno de los más hermosos y mejor logrados del mundo dentro de su género, debido a su realismo, dimensiones y a la excelente técnica con la que fue elaborado, desde su molde hasta la fundición y pulido. Así de perfectas fueron las piezas que realizó el valenciano Tolsá.
El objetivo de dicho monumento fue halagar al Rey de España Carlos IV por parte del Virrey de la Nueva España Miguel de la Grúa Talamanca, Marqués de Branciforte quien llegó a estas tierras el 15 de junio de 1794.
Este Virrey tuvo fama de corrupto y avaricioso llegando incluso a confiscar un burdel en el Puerto de Veracruz y enriquecerse a costa de sus ganancias. En aquellos años se murmuró que su principal objetivo como Virrey era exprimir a la Nueva España para financiar la guerra que libraban las monarquías europeas, entre ella la española, contra la Francia revolucionaria de finales del siglo XVIII.
Otras acciones que realizó este virrey fue confiscar las propiedades y negocios de todos los franceses que vivían en la Nueva España ya que podían ser espías, y sin duda enemigos revolucionarios de la corona española. Sin duda Don Miguel y el Ministro Manuel Godoy obtuvieron grandes riquezas durante la gestión del primero.
El bando para la elaboración del gran monumento ecuestre fue publicado en 1796, por lo que de inmediato Tolsá empezó a trabajar en el diseño de su tarea. A lo largo y ancho de la Nueva España se realizaron verbenas y fiestas para recaudar fondos para su elaboración, esto debido a que el virrey se quiso “parar el cuello” diciendo que él mismo con ayuda de sus súbditos pagaría el gigantesco monumento.
Aún no teniendo los fondos, ni el bronce necesario para la fundición, el 18 de julio del mismo año el Virrey colocó la primera piedra del pedestal que sostendría al magno monumento en la Plaza de Armas de la Ciudad de México.
Debido a lo titánico de la obra y a la gran cantidad de bronce, zinc y estaño requerido para su elaboración, Tolsá siguió las órdenes del Virrey al realizar un monumento ecuestre provisional, una réplica hecha de madera y yeso pintada de dorado. A pesar de la pompa y la fastuidad de la ceremonia de inauguración, en la cual se obsequiaron medallas conmemorativas, se realizaron misas en la Catedral Metropolitana y se liberaron 40 presos, al poco tiempo la famosa réplica se pudrió por lo que fue preciso retirarla.
Pasaron los años y con ellos el cambio de autoridades en la Nueva España, por lo que para 1802 Miguel de la Grúa fue destituido y reemplazado por Miguel José de Azanza, 54vo virrey de estas tierras. En ese año finalmente se pudo recolectar la cantidad necesaria de bronce, zinc y estaño para realizar la fundición del gigantesco monumento. En la huerta del Colegio jesuita de San Pedro y San Pablo se construyó una galería para alojar el taller de fundición. Manuel Tolsá trabajó frenéticamente en la escultura de cera, cuidando cada músculo y vena, cada belfo del caballo, la misma que se rellenaría con material refractario con picadizo de yeso con la intención de formar el inmenso molde donde se vertirían los metales fundidos.
El molde midió más de siete metros de alto, por tres de ancho y seis de largo. Sin duda el virtuoso Tolsá estaba nervioso ya que fue la primera fundición que dirigió, así como la más grande y de una sola pieza efectuada en las colonias españolas de América. El 2 de agosto de 1802, después de recolectar bronce, estaño y zinc durante tres años, se prendieron los hornos para iniciar la fundición que se integrarían para “enaltecer la gracia y dignidad del monarca Carlos IV”.
En aquella fundición no faltaron los mirones que asistían diario para ver los progresos de la gran hazaña que se realizaba en la huerta del colegio jesuita. Estos mismos curiosos lo llamaron “el Caballo de Troya” cuando vieron que por las ancas del caballo entraron los fundidores para extraer el picadizo que rellenaba la escultura. Tolsá y el fundidor mexicano Salvador de la Vega accedieron a la propuesta de sus ayudantes de ingresar al “Caballito” para saber cuantas personas cabían en su interior. Entraron 25 personas.
Los siguientes 14 meses Manuel Tolsá los dedicaría al pulido y cincelado de la pieza, labor que terminaría al grabar la siguiente leyenda en la base de la escultura “Manuel Tolsá vació esta real estatua y dirigió las demás operaciones hasta su colocación, verificada el 9 de diciembre de 1803”.
A partir de ese momento iniciaría la calbagata del “el Caballito” por la Ciudad de México.
El emplazamiento original para dicho monumento fue en la Plaza de Armas, lugar donde fue finalmente colocado el 29 de noviembre de 1803. Sin embargo para 1824, fecha en la cual México era un país independiente, Lucas Alamán organizó su traslado con el beneplácito de las autoridades capitalinas al patio de la Universidad, la que se ubicada a espaldas de la actual Suprema Corte de Justicia, al oriente de la Plaza del Volador. Esto por temor a que fuera vandalizada o destruida, ya que los mexicanos difícilmente tolerarían tener en su plaza mayor la escultura del Rey de España, país del que acababan de independizarse.
Para 1852 la estatua ecuestre se ubicó en la entrada de la calle que se llamaría Paseo de la Reforma y el Paseo Nuevo, actual Bucareli.
Para colocarlo en su nueva ubicación, se realizó una convocatoria con el fin de diseñar y construir un pedestal, la cual ganó el arquitecto Lorenzo de la Hidalga. Más de un siglo después, en el año de 1979, “el Caballito” con todo y zócalo fue trasladado y ubicado al frente del Palacio de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, donde antes se ubicaba el antiguo Hospital de San Andrés y que actualmente alberga el Museo Nacional de Arte.
La última batalla que libró “el Caballito” se dio en el 2013,, cuando el Gobierno de la Ciudad de México autorizó la intervención de la escultura por una empresa de restauración de monumentos con el fin de limpiarla y darle mantenimiento.
Sin embargo, esta empresa al ejecutar su tarea utilizó ácido nítrico en grandes cantidades con el fin de eliminar la suciedad de la superficie de la escultura ecuestre. Este ácido, al ser tan corrosivo no solo se deshizo de la suciedad, sino también de la patina que protegía la superficie del monumento, por lo que comprometió su integridad. Los escurrimientos del ácido nítrico mancharon de cobre disuelto el zócalo realizado por de la Hidalga.
Finalmente, entre el 2016 y 2017 un grupo multidisciplinario de conservadores, restauradores y científicos, esta vez con la autorización del INAH, concluyeron las obras de restauración del monumento ecuestre, realizando la tan necesaria limpieza y revirtiendo los daños de la intervención del 2013.
El 28 de junio de 2017 finalmente fueron retirados los andamios que cubrían el hermoso monumento de la vista pública. Como un dato adicional es importante mencionar que uno de los cascos de las patas traseras de Tambor pisan un carcaj lleno de flechas, arma indígena por excelencia.
Esta acción por parte del caballo del Rey de España representa la dominación, tanto militar como religiosa sobre las culturas nativas que fueron conquistadas.